sábado, 16 de abril de 2011

19 de Abril 2011 50th do pasamento de Manuel Quiroga violinista de Pontevedra

 

Manuel Quiroga y el puñetero loro

Autor: Rodrigo Cota
Pontevedra convivió con dos Manuel Quiroga, bien distintos uno del otro: uno fue un niño que en 1904, con 12 años, abandonaba la ciudad para continuar en Madrid sus estudios de violín; el segundo fue un hombre lisiado, derrotado y enfermo que regresaba definitivamente para morir entre los suyos.

El primero de ellos, el niño, salía de Pontevedra para conocer el mundo y en pocos años, conscientemente, se había merendado al mundo. Fue, sin lugar a dudas, el más universal de cuantos pontevedreses ha dado la Historia. Un joven adorado por doquier, un gentleman, un playboy, un virtuoso al que se disputaban reyes, príncipes y presidentes. Todos querían conocer a Quiroga, que también quería conocerlos a ellos, y su nombre cruzó todas las fronteras hasta convertirse en uno de los hombres más famosos de su tiempo.

Tras cinco años en Madrid, continuó sus estudios en París, donde al poco de su llegada los tuvo que abandonar porque ya no había nada que un profesor pudiera enseñarle. Comenzaron a llegarle los contratos millonarios, las giras mundiales, y su renombre crecía a tempo di allegro sostenuto.

Durante esos años de gloria tuvo ocasión de regresar a Pontevedra unas pocas veces. La ciudad, orgullosa de su violinista, lo recibía con los brazos abiertos: cerraban los comercios, se alfombraban las calles y era paseado a hombros. Manolito Quiroga estaba de visita y eso se celebraba a lo grande. La ciudad estaba en franca decadencia, no levantaba cabeza y había perdido toda esperanza de volver a ser aquella Pontevedra que algunos siglos atrás deslumbraba a Europa por su riqueza y su industriosa pujanza; pero Quiroga, el gran Quiroga, la visitaba, y eso a nuestros abuelos les quitaba hasta el hambre.

La prensa de todo el mundo hablaba sin descanso de Manuel Quiroga; los teatros se quedaban siempre pequeños y los carteles de no hay billetes tenían que colgarse a las pocas horas de ser anunciados sus conciertos. Amasó una merecidísima fortuna e hizo ricos a empresarios, representantes y compañías discográficas. El mundo entero se rendía ante el encanto y el virtuosismo del mejor violinista.

Y mientras tanto, no había día que olvidara a aquella Pontevedra que poco podía conocer. Casi a diario, desde cualquier rincón del planeta, escribía cartas contando sus aventuras y pidiendo insistentemente noticias de su ciudad. Ni en los momentos de mayor gloria, esos en los que cualquiera se olvida hasta de su madre, Quiroga dejaba de escribir su correo: unas cartas deliciosas, cargadas de estilo, de humor y de amor a los suyos.

Tras su maldito accidente en Nueva York, nace el otro Quiroga. El hombre impedido para tocar el violín, el que gasta hasta su última moneda en recuperar ese brazo que no quiere obedecer, el que se desespera cada minuto por no poder ofrecer su arte al mundo entero. Un violinista que se niega a ser ex-violinista, que reclama a los mejores especialistas del mundo para que le ofrezcan una solución, que quiere recuperar el poder sobre su estúpido brazo inútil.

Ese fue el Manolo Quiroga que regresaba a Pontevedra convertido en un anciano prematuro. A su tremenda desgracia se había unido una enfermedad degenerativa que lo consumía por momentos, que, perdida ya la gloria, le arrebataba también la existencia. Venía aquí a eso: a perder la vida, a morir de pena, en el olvido, recordando mientras pudiese quién había sido y quién había dejado de ser.

Dicen que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. Ojalá. De ser así, en este medio siglo en el que Pontevedra ha perdido la memoria de Manuel Quiroga, nos hubiera salido otro personaje como él, cosa que no ha sucedido ni sucederá, me temo.

Hemos olvidado a Quiroga en un excelente ejercicio de indignidad inmerecida por él. Ya he escrito alguna vez que formamos parte de la ciudad que sabe quién fue el loro de Don Perfecto pero no tenemos un recuerdo para Manuel Quiroga, el mejor de entre los nuestros. Podríamos ir más allá y añadir que todo lo que sabemos sobre el propio Don Perfecto es que tenía un loro. En eso nos hemos convertido. Acabamos de celebrar, como todos los años, la muerte del puñetero loro, cuya única habilidad era la de imitar sonidos, como todos los loros. Mientras tanto, año tras año despreciamos a ese pontevedrés que extraía de su violín sonidos imposibles y que paseaba con orgullo por el mundo entero su condición de hijo de Pontevedra. Esperemos que en este 50 aniversario del fallecimiento de Quiroga sepamos estar a la altura o definitivamente no tendremos perdón. Y ahora que lo pienso, bien triste resulta que algunos estemos reclamando para Manuel Quiroga el mismo trato que le damos al puñetero loro.

Que nosotros rindamos homenaje a Quiroga no va a engrandecer su figura. No depende de ello. Él será siempre igual de grande aunque no se lo reconozcamos. Pero sí puede ayudarnos a dignificar a nuestra ciudad. Ya no es que se lo debamos a él, sino a nosotros mismos. Hagámonos el favor
Rodrigo Cota
http://correctoresdesabor.blogspot.com/2011/03/manuel-quirofa-y-el-punetro-loro.html

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